domingo, 15 de julio de 2012

Lo que cuentan mis sueños


Dejame que te recuerde. No como eras exactamente, sino como yo quiero creer que fuiste. (Ya sabes que la memoria es la mejor maquilladora, y que su asistente, el tiempo, termina mejorando cualquier escenario con más virtuosismo que el mejor artista.)
Me gusta imaginar que vuelves, con tu paso ligeramente desgastado: envuelto en esa omnipresente nube de cigarrillo, con los ojos más verdes que vi en mi vida, brillando de malicia. (Y cuando digo verdes, digo verdes como las hojas de los árboles al sol, o como las aceitunas, para ser más claros.) Traes una sonrisa de costado, y tu voz grave viene rasgando el aire con alguna canción melancólica. Un tango, preferentemente alguno que hable de soledad, y de cómo te las apañas con ella.
Cuando me ves, sonríes y me abrazas. Yo suelo apoyar mi cabeza en tu pecho, y escucho el latido de tu corazón.  Seguro me preguntas por qué estoy triste: mi mirada no te engaña, y algo saben tus años de las tormentas que se esconden tras una sonrisa como la mía.
Y entonces, me pones una mano en el hombro, y me dices que todo va a estar bien; que soy inteligente, hermosa y capaz de hacer lo que sea. Que lo único que necesito es tenerme confianza. Y trabajar duro, con amor. No hacer las cosas a la ligera, sino poniéndole afecto, dedicación. Alma, en una palabra. Y seguir adelante aunque todos piensen que soy un caso perdido, (o una chiflada, como dicen de todos nosotros en el pueblo).
Hoy sólo tengo tu recuerdo y la certeza de saber que alguien, una vez en la vida, me quiso tal como soy y me alentó a perseguir mis sueños por locos que fueran.  Quizás porque eran casi los mismos que no pudiste perseguir por cuidarnos, por querer darnos lo mejor, a tu manera.
Quería decirte que te extraño todos los días, y a la vez, no pasa uno sólo sin que sonría con tu recuerdo. Tus grandes blasfemias y ocurrencias deberían estar en una suerte de diccionario, lo admito.
Tu estrella brilla alta en el cielo; hace frío, y yo sigo el ritual del mate paso por paso. Lástima que no podés salir de mi memoria, y venir a bardearme porque lo tomo dulce;  con yuyos y la bombilla de costado. Lástima que no podemos cantar juntos, ahora que mi profesora descubrió que tengo voz de tango, y los teclados y la guitarra están ahí esperando. Lástima que no puedas escandalizarte con mis mamarrachos artísticos y disfrutar de los dibujos de Héctor; o enojarte porque hablo Inglés muy bien, pero de Ucraniano, nada.  Y de paso, burlarte de la música que escucho, “esa que es puro ruido”. ¡Ay, Pedrito!
Lástima, que ni siquiera todas las palabras del mundo, me alcancen para contarles a los demás cómo eras, y defenderte de los perfectos refutadores de leyendas que te atacan ahora que saben que no podés contestarles.  Porque te defiendo, siempre.  Al fin y al cabo, eras un hombre, con su parte áspera, sus vicios y sus excesos. Pero también, fuiste el que me regaló las alas con las que pienso volar, hasta que volvamos a encontrarnos.
¡Ah!  Dicen que tengo tus ojos… Pero no les creo: para mí, es el reflejo de los tuyos, que me iluminan desde algún lugar.
Hasta siempre, navegante. Nos vemos en el próximo sueño.


viernes, 6 de julio de 2012

Córdoba, ciudad de mis amores.


"La Murga Trasnochada", Héctor Romanzini, 2000. (Acrílico y óleo s/ tela.)

Creo que es posible enamorarse de cualquier cosa. De una ciudad, por ejemplo.
Recuerdo esa primera entrada a la ciudad, con mi viejo manejando bajo una llovizna de verano por una  avenida Colón llena de gente, puteando por el tránsito, y mirándome de reojo a ver si me asustaba  y decidía volver a casa sin inscribirme en la facu. Si hubiera podido leer mi mente, o escuchar mi corazón entonces, habría oído esa frase que determinó en gran parte mi vida hasta hoy: “Acá quiero echar raíces”. Si señores, la “gringuita de pueblo acostumbrada a que todo estuviera a tres cuadras y no tuviera más de dos plantas”,  ya estaba enamorada de este laberinto de historias; tonadas y experiencias de vida; arte; amor y muerte.
Agradezco cada día que amanezco en Córdoba, los amigos que encontré y las cosas que descubro a cada paso. Y es que esta ciudad se presta al descubrimiento para el ojo atento.  “Como todas”, me dirán.
Al margen, adoro sumergirme en el caos y el bullicio de sus calles, repletas de personajes y frases memorables, que te toman desprevenida y te arrancan la carcajada a pesar tuyo. Es que sólo en Córdoba hay un apodo certero cada cinco minutos; el tunga tunga inevitable del cuarteto;  viajes en bondi dignos de una película de Alex de la Iglesia, y al mismo tiempo,  otra ciudad, una ciudad fantasma que se alza justo encima de la que vemos, plagada de historias que desconocemos y nos esperan ahí, ansiosas de ser descubiertas.
Transitar sus calles es una invitación a la paradoja:  a descubrir  universos completamente diferentes coexistiendo y atravesándose mutuamente a cada latido. Universidad; ciencia; arte; idiomas de todos los puntos del planeta, mezclados con el fernet; los alfajores y el cuarteto. Todos dignos de ser explorados, con los ojos bien abiertos y el oído libre de prejuicios…si es posible.
“Camino con cuidado porque no sé los huesos de que antepasado estaré pisando”, decía Arturo Romanzini. Frase que me lleva a pensar en cuánto desconozco este lugar, y a imaginar historias de personajes célebres; pasadizos ocultos, amores y traiciones. Historias que, iré descubriendo mientras recorro las calles de esta ciudad que elegí, y que de alguna manera, me eligió también.