Dejame que te recuerde. No como eras exactamente, sino como yo quiero creer que
fuiste. (Ya sabes que la memoria es la mejor maquilladora, y que su asistente,
el tiempo, termina mejorando cualquier escenario con más virtuosismo que el
mejor artista.)
Me gusta imaginar que vuelves, con tu paso ligeramente
desgastado: envuelto en esa omnipresente nube de cigarrillo, con los ojos más
verdes que vi en mi vida, brillando de malicia. (Y cuando digo verdes, digo
verdes como las hojas de los árboles al sol, o como las aceitunas, para ser más
claros.) Traes una sonrisa de costado, y tu voz grave viene rasgando el aire
con alguna canción melancólica. Un tango, preferentemente alguno que hable de
soledad, y de cómo te las apañas con ella.
Cuando me ves, sonríes y me abrazas. Yo suelo apoyar mi
cabeza en tu pecho, y escucho el latido de tu corazón. Seguro me preguntas por qué estoy triste: mi
mirada no te engaña, y algo saben tus años de las tormentas que se esconden
tras una sonrisa como la mía.
Y entonces, me pones una mano en el hombro, y me dices que
todo va a estar bien; que soy inteligente, hermosa y capaz de hacer lo que sea.
Que lo único que necesito es tenerme confianza. Y trabajar duro, con amor. No hacer
las cosas a la ligera, sino poniéndole afecto, dedicación. Alma, en una palabra.
Y seguir adelante aunque todos piensen que soy un caso perdido, (o una
chiflada, como dicen de todos nosotros en el pueblo).
Hoy sólo tengo tu recuerdo y la certeza de saber que
alguien, una vez en la vida, me quiso tal como soy y me alentó a perseguir mis
sueños por locos que fueran. Quizás
porque eran casi los mismos que no pudiste perseguir por cuidarnos, por querer
darnos lo mejor, a tu manera.
Quería decirte que te extraño todos los días, y a la vez, no
pasa uno sólo sin que sonría con tu recuerdo. Tus grandes blasfemias y
ocurrencias deberían estar en una suerte de diccionario, lo admito.
Tu estrella brilla alta en el cielo; hace frío, y yo sigo el
ritual del mate paso por paso. Lástima que no podés salir de mi memoria, y venir
a bardearme porque lo tomo dulce; con
yuyos y la bombilla de costado. Lástima que no podemos cantar juntos, ahora que
mi profesora descubrió que tengo voz de tango, y los teclados y la guitarra
están ahí esperando. Lástima que no puedas escandalizarte con mis mamarrachos
artísticos y disfrutar de los dibujos de Héctor; o enojarte porque hablo Inglés
muy bien, pero de Ucraniano, nada. Y de
paso, burlarte de la música que escucho, “esa que es puro ruido”. ¡Ay, Pedrito!
Lástima, que ni siquiera todas las palabras del mundo, me
alcancen para contarles a los demás cómo eras, y defenderte de los perfectos
refutadores de leyendas que te atacan ahora que saben que no podés
contestarles. Porque te defiendo,
siempre. Al fin y al cabo, eras un
hombre, con su parte áspera, sus vicios y sus excesos. Pero también, fuiste el
que me regaló las alas con las que pienso volar, hasta que volvamos a
encontrarnos.
¡Ah! Dicen que tengo
tus ojos… Pero no les creo: para mí, es el reflejo de los tuyos, que me
iluminan desde algún lugar.
Hasta siempre, navegante. Nos vemos en el próximo sueño.