domingo, 27 de septiembre de 2015

Los pasillos del sueño I: del mundo de los despiertos, y la familia insomne.

Es de noche, y puede sentir como la casa respira y se queja en la oscuridad. Reconoce los achaques por el sonido: la teja suelta del altillo, que amenaza en vano con caerse; la tabla del cielo raso, que cruje y se acomoda; la sinfonía de las tuberías demasiado viejas que el abuelo se niega a cambiar.

Duermen todos, menos ella. Descalza, para no hacer ruido y reconocer el terreno, se desliza a sus anchas: lleva el camisón blanco de verano, y suelto el cabello que mamá se empeña en dominar cada mañana: esa melena ingobernable que no sabe bien de quién heredó, igual que los ojos. Ni verdes, ni marrones: pardos. “Ojos de charco”, como corean los primos en son de burla.

A ella le gusta imaginar que son verdes, más verdes incluso que los de papá, que son del color de las hojas, y no celeste aguado, como los del tío. (Aún ignora que llegará el día en que un amigo venido del otro lado del océano le dirá que en su país el color de  esos ojos indecisos tiene un nombre especial: “Hazel”, que se convertirá en otro de sus nombres impropios.)

Verdes o no, la vista de lince recorre las rutas posibles: la cocina, a dónde puede treparse al banquito de madera hasta alcanzar la alacena y su tesoro de frutas en conserva, sin riesgo de que mamá la sermonee con posibles caídas mortales-(todas las advertencias de mamá involucran algún sobrino/hijo/primo de alguien que hizo exactamente lo que ella se propone hacer, con consecuencias fatales, que incluyen pérdida  de ojos;dedos y /o la muerte por desnucamiento)- o el sótano, donde puede revolver la valija de fotos viejas tratando de adivinar quién es quién, o inventar historias a los desconocidos; o bien,  el patio del fondo, con su naranjo en flor y el séquito de “aparecidos” , que no se le aparecen nunca; o la despensa, con su provisión de tarros de miel y quesos, y el olor a tabaco del bisabuelo, que no se va aunque el pobre se haya muerto hace una pila de años; el escritorio del abuelo, dónde puede sentarse a dibujar dragones en hojas de papel de estrasa, siempre que no haga crujir la silla giratoria;  y también, el patio de la higuera, donde la tía dice que suele estar el diablo en las noches de luna llena, cosa que hasta ahora no pudo comprobar.
La lista es larga, y tiene que decidir rápido: elige un hurto veloz en la despensa-(siempre tiene hambre, aunque parezca un espárrago de flaca)- y sube por la escalera de mosaicos hasta el altillo.

Se acomoda en el alféizar de la ventana, y ve, con alegría, que empieza a llover.- No tiene miedo, aunque le hayan contado cientos de veces la historia del rayo que casi mata a la bisabuela, y que parece ser el responsable del terror que sienten las demás mujeres de la familia.- Le gustan las tormentas, y más, ver el espectáculo de relámpagos y truenos  desde arriba: los durazneros y ciruelos parecen un mar allá abajo. Y ella sueña con el mar desde que tiene memoria: con tormentas de sal y de espuma que azotan la costa, y gente que camina por callecitas estrechas, entre casas que se parecen a las de las fotos del sótano. Pero ya no habla de eso, porque los grandes se ríen, y los chicos la tratan de mentirosa hasta que se enoja, y ellos se ríen también.

Con los únicos que habla de verdad es con los perros: Lobo, el ovejero de cara negra;  y el mestizo al que ella llama Caramelo, porque es del mismo color que el azúcar con el que cubren los moldes de los flanes. (En esa casa, el flan casero es una especie de afición nacional, que sólo será eclipsada por las frutillas con crema, dentro de un par de veranos).

Lobo es el más serio: se sienta, solemne al principio, hasta que se echa para comer el pan o el queso que ella le da, siempre con las orejas alerta. Esas orejas son un radar: en más de una ocasión detectaron los movimientos de alguien que despertaba antes de tiempo, dándole la ventaja justa para escurrirse a la cama y zafar de una filípica de Dios y señor mío.

Caramelo, en cambio, es faldero a más no poder: se instala hecho un ovillo, con la cabeza en sus rodillas, y mordisquea un pedacito de algo hasta que se duerme y sueña sus sueños de perro, moviendo las patas y gruñendo, a veces ladrando bajito.

Su otra invitada es la Micha, una gata barcina con el hocico y las patas blancas, que lleva ahí más tiempo que cualquiera, pero puede cazar lo que sea en un tris. Con Micha tienen un pacto: antes de acostarse, le llena el tazón anaranjado de leche tibia, a cambio de que no le lleve bichos muertos a los pies de la cama. (La última vez le dejó un loro con un ala rota, al que ella y Silvina curaron y que ahora hace estragos en el mango del patio, para gran bronca de la abuela y Doña Encarnación).

Por  ellos, sabe de los pasadizos secretos y de los pasillos del sueño: esos que no se transitan sino cuando se sale de la vida de los despiertos, y en los que puede uno cruzarse con personas de cualquier época, pasada o futura. Hoy le han explicado que ella, por pertenecer a la familia de los insomnes, está muy cerca de lograrlo. Que basta con abrir los ojos en el sueño, y será capaz de ver los pasadizos, y elegir.


Pero antes, tienen que explicarle quienes son los demás miembros de su familia insomne. Y eso sucederá pronto, pero no hoy, porque la tormenta es demasiado interesante como para desaprovecharla, porque la casa va a despertar en breve, y más vale que ella esté en su cama para entonces.