Es de noche, y puede sentir como la casa respira y se queja
en la oscuridad. Reconoce los achaques por el sonido: la teja suelta del
altillo, que amenaza en vano con caerse; la tabla del cielo raso, que cruje y
se acomoda; la sinfonía de las tuberías demasiado viejas que el abuelo se niega
a cambiar.
Duermen todos, menos ella. Descalza, para no hacer ruido y
reconocer el terreno, se desliza a sus anchas: lleva el camisón blanco de
verano, y suelto el cabello que mamá se empeña en dominar cada mañana: esa
melena ingobernable que no sabe bien de quién heredó, igual que los ojos. Ni
verdes, ni marrones: pardos. “Ojos de charco”, como corean los primos en son de
burla.
A ella le gusta imaginar que son verdes, más verdes incluso
que los de papá, que son del color de las hojas, y no celeste aguado, como los
del tío. (Aún ignora que llegará el día en que un amigo venido del otro lado del
océano le dirá que en su país el color de esos ojos indecisos tiene un nombre especial: “Hazel”,
que se convertirá en otro de sus nombres impropios.)
Verdes o no, la vista de lince recorre las rutas posibles:
la cocina, a dónde puede treparse al banquito de madera hasta alcanzar la
alacena y su tesoro de frutas en conserva, sin riesgo de que mamá la sermonee
con posibles caídas mortales-(todas las advertencias de mamá involucran algún
sobrino/hijo/primo de alguien que hizo exactamente lo que ella se propone
hacer, con consecuencias fatales, que incluyen pérdida de ojos;dedos y /o la muerte por desnucamiento)- o el sótano, donde puede revolver la valija de fotos viejas tratando de adivinar
quién es quién, o inventar historias a los desconocidos; o bien, el patio del fondo, con su naranjo en flor y
el séquito de “aparecidos” , que no se le aparecen nunca; o la despensa, con su
provisión de tarros de miel y quesos, y el olor a tabaco del bisabuelo, que no
se va aunque el pobre se haya muerto hace una pila de años; el escritorio del
abuelo, dónde puede sentarse a dibujar dragones en hojas de papel de estrasa,
siempre que no haga crujir la silla giratoria; y también, el patio de la higuera, donde la
tía dice que suele estar el diablo en las noches de luna llena, cosa que hasta
ahora no pudo comprobar.
La lista es larga, y tiene que decidir rápido: elige un
hurto veloz en la despensa-(siempre tiene hambre, aunque parezca un espárrago
de flaca)- y sube por la escalera de mosaicos hasta el altillo.
Se acomoda en el alféizar de la ventana, y ve, con alegría,
que empieza a llover.- No tiene miedo, aunque le hayan contado cientos de veces la historia del rayo que casi mata a la bisabuela, y que parece ser el responsable del terror que sienten las demás mujeres de la familia.- Le gustan las tormentas, y más, ver el espectáculo de
relámpagos y truenos desde arriba: los
durazneros y ciruelos parecen un mar allá abajo. Y ella sueña con el mar desde
que tiene memoria: con tormentas de sal y de espuma que azotan la costa, y gente que camina por
callecitas estrechas, entre casas que se parecen a las de las fotos del sótano.
Pero ya no habla de eso, porque los grandes se ríen, y los chicos la tratan de
mentirosa hasta que se enoja, y ellos se ríen también.
Con los únicos que habla de verdad es con los perros: Lobo,
el ovejero de cara negra; y el mestizo
al que ella llama Caramelo, porque es del mismo color que el azúcar con el que
cubren los moldes de los flanes. (En esa casa, el flan casero es una especie de
afición nacional, que sólo será eclipsada por las frutillas con crema, dentro
de un par de veranos).
Lobo es el más serio: se sienta, solemne al principio, hasta
que se echa para comer el pan o el queso que ella le da, siempre con las orejas
alerta. Esas orejas son un radar: en más de una ocasión detectaron los
movimientos de alguien que despertaba antes de tiempo, dándole la ventaja justa
para escurrirse a la cama y zafar de una filípica de Dios y señor mío.
Caramelo, en cambio, es faldero a más no poder: se instala
hecho un ovillo, con la cabeza en sus rodillas, y mordisquea un pedacito de
algo hasta que se duerme y sueña sus sueños de perro, moviendo las patas y
gruñendo, a veces ladrando bajito.
Su otra invitada es la Micha, una gata barcina con el hocico
y las patas blancas, que lleva ahí más tiempo que cualquiera, pero puede cazar
lo que sea en un tris. Con Micha tienen un pacto: antes de acostarse, le llena
el tazón anaranjado de leche tibia, a cambio de que no le lleve bichos muertos
a los pies de la cama. (La última vez le dejó un loro con un ala rota, al que
ella y Silvina curaron y que ahora hace estragos en el mango del patio, para
gran bronca de la abuela y Doña Encarnación).
Por ellos, sabe de los
pasadizos secretos y de los pasillos del sueño: esos que no se transitan sino
cuando se sale de la vida de los despiertos, y en los que puede uno cruzarse
con personas de cualquier época, pasada o futura. Hoy le han explicado que
ella, por pertenecer a la familia de los insomnes, está muy cerca de lograrlo. Que
basta con abrir los ojos en el sueño, y será capaz de ver los pasadizos, y
elegir.
Pero antes, tienen que explicarle quienes son los demás
miembros de su familia insomne. Y eso sucederá pronto, pero no hoy, porque la
tormenta es demasiado interesante como para desaprovecharla, porque la casa va
a despertar en breve, y más vale que ella esté en su cama para entonces.
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