Me fui de viaje, medio obligada, medio con ganas: el pago
siempre tira, aunque ya no sea igual; aunque uno haya sentido alguna vez que
todo lo que quería era irse.
Como cada vez que piso la ruta, y paso Entre Ríos, viajo
acompañada de tantas anécdotas que me mareo. La mayoría tiene que ver con un
señor de ojos verdes, fumador empedernido; matero riguroso y viajero de los de
antes. Esos, para los que manejar era un gusto y no le hacían asco a los
kilómetros, en cualquier ruta y clima.
Viajar, para mí, siempre fue un placer. Esta vez también,
aunque sabiendo que se trata del inicio de una despedida, (despedida
interminable, pienso), llevaba su cuota de tristeza. “Saudade”, dirían mis
amigos de Brasil. Saudade porque fue duro reencontrarme con lo que forma parte
de mis primeros recuerdos, y el paso del tiempo suele pegarme una trompada en
la naríz con eso de que lo que fue ya no es lo mismo.
Es, cuanto menos, raro, volver y que no estén tus viejos
esperándote. Quedarte en tu casa, que ya no es tu casa sino la de una familia
que, (por esas vueltas del destino), te quiere como si fueras una más.
Más raro es despertarte en el que fue tu cuarto y que ahora
es el de otra adolescente rebelde, que te llama tía y te demuestra que te
adora; que los hermanos más chicos (que también te dicen tía), se peleen por
estar con vos, y mostrarte cuanto crecieron en esos meses en que no
estuviste. Más bien, no es eso lo raro:
es amor, así de sencillo.
Lo verdaderamente extraño, es encontrarte con la que fuiste,
a cada paso. Y reconocerla: en su parte
preferida del jardín, abrazada a su primer perro, el mismo que se iba a perder
en una tormenta unos años después, dándole la primer noción de lo que son las
partidas.
O verla hamacándose
hasta tocar el cielo con los pies, saltando de la hamaca con cuidado para:
1.
Que no te vea tu madre, no sea cosa que le de
pánico que la tabla te pegue en la cabeza y te
mueras, como le pasó “al tío del primo del hermano de no se quien”. (Las
historias de mamá casi siempre terminan con un muerto o dos, cabe aclarar).
2.
No aterrizar en los tablones de la huerta,
esmeradamente hechos por papá y que van a proveer de frutillas todo tu verano.
3.
Ahorrarte la vergüenza de arrugar en el último
minuto, porque te entro miedo de que la tabla te pegue en serio.
También, verla escondida en la copa del árbol enorme, el
único al que decidió que podía subir, óptimo escondite para cuando sentía que
estaba sola en el mundo, y ni los libros, ni los amigos (reales e imaginarios)
servían de mucho.
Encontrarla tirada de panza en cualquier lado, “caída
adentro de un libro”; sentada al escritorio haciendo tenazmente la tarea,
mientras las amigas adolescentes alborotan par a ir a tomar un tere a algún
lado; avistarla tomado ese tere, mirando a hutadillas al amor imposible de
turno, sintiéndose desgarbada y rara.
Y así, en miles de situaciones pasadas, que conviven con los
reencuentros actuales y las preguntas de rigor: “¿Te recibiste? ¿Te casaste?
¿Tenés hijos? ¿Dónde trabajás?”, todas de un tirón, y a las que respondés según
quien pregunte.
Lo más bravo fue visitar sola, (estando acompañada), ese
rectángulo blanqueado por el sol, con su cruz y su placa: todo lo que queda de
mi viejo, materialmente hablando. Siempre me gustaron los cementerios,
probablemente por el culto que la familia de mi vieja tiene con esas cosas; y
porque me podía pasar horas mirando fotos e inventando historias sin que me
retaran. Llámenle como quieran, para mí era un paseo más, y tengo unas cuantas
anécdotas de miedo que dan risa. Pero esa queda para otra.
Pero la cosa se complica cuando empiezan a ser “los tuyos”
los que están ahí…
Por suerte la
compañía ayudó con cuestiones prácticas, y cumplí con el rito familiar de la
limpieza, las flores y las velas. Pude quedarme a solas un rato, y decirle
(decirme) las cosas que necesitaba, o al menos un poco. Al lado de la placa,
quedó la punta de cuarzo rosa que le llevé: algo así como una ceremonia pagana
para sacarme este dolor del pecho, que llevaba clavado ahí hace más de diez
años.
El mismo ritual, fue para la abuela: la misma que puteaba en
Ucraniano, y era más buena que el pan,
detrás de esa muralla de rigidez y normas. “Haga bien, o no haga”, era la frase
en castellano atravesado que más recuerdo. Y me decía чорний, chornyy, que
quiere decir “Negra”. (De todos los nietos, soy la única con el pelo castaño… ¡como
ella!)
Cada despedida es un encuentro, sostengo. Un encuentro con
el mundo y con uno mismo sin aquello que se fue.
Y el mundo sigue ahí, hermoso y difícil, pero repleto de
sorpresas. Sólo hay que encontrar la manera de soltar, de dejar ir, (de perder,
si se quiere), para empezar a ver todo lo que está alrededor.
Creo que estoy empezando a poder: al menos, reencontré cosas
buenas, como el afecto de tanta gente a la que jamás pensé que le
importaría; la charla compartida con mis
primos, a los que hacía tanto que no veía; y tantas otras cosas que no sabía
que extrañaba.
"Spring White", Frances Mcdonald. |
Lo verdaderamente extraño, es encontrarte con la que
fuiste, a cada paso. Y reconocerla. Se
vuelve menos extraño cuando te cae la ficha de que es parte de vos, que todo
eso que fue, es lo que te lleva a ser quien sos: con tus pasiones; tus enigmas;
tu ignorancia tus ganas y tu locura saludable. Esa, que te trae de vuelta a
casa, sabiendo que el hogar no es un lugar físico, sino el espacio en el que está tu corazón.
Volví.
Quedan las ganas de más viajes, para más adelante, a
dónde sea.
Ahora sé que mi hogar está conmigo.
Siempre.
sos grosa sabelo !!! cada uno que leo me gusta más que el anterior aún...ansiamos tus publis Narcisa !!! :)
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